lundi, août 29, 2005

Heidegger - Superación de la metafísica 26

Los signos del último estado de abandono del ser son las proclamaciones de las «ideas» y «valores», y el imprevisible vaivén de la proclamación de la «acción» y de la imprescindibilidad del «espíritu». Todo esto se encuentra ya enganchado al mecanismo del equipamiento del proceso de ordenación. Este mecanismo mismo está determinado por el vacío del estado de abandono del ser, en el seno del cual el consumo del ente para el hacer de la técnica, a la que pertenece también la cultura, es la única salida en la cual el hombre obsesionado en sí mismo puede salvar aún la subjetividad llevándola a la ultrahumanidad. Subhumanidad y ultrahumanidad son lo mismo; se pertenecen mutuamente, del mismo modo que en el animal rationale metafísico el «debajo» de la animalidad y el «encima» de la ratio están acoplados indisolublemente para que uno corresponda al otro. Subhumanidad y ultrahumanidad hay que pensarlas aquí metafísicamente, no como valoraciones morales.
El consumo del ente, como tal y en su decurso, está determinado por el equipamiento en el sentido metafísico, algo por medio de lo cual el hombre se hace «señor» de lo «elemental». El consumo incluye el uso reglado del ente, que se convierte en oportunidad y materia para realizaciones y para 1a intensificación de éstas. Este uso se utiliza en beneficio del equipamiento. Pero en la medida en que éste va a parar a la incondicionalidad de la intensificación y del aseguramiento de sí y tiene realmente como meta la ausencia de metas, este uso es usura.
Las «guerras mundiales» y su «totalidad» son ya consecuencia del estado de abandono del Ser. Se abren paso para poner a seguro, como existencias, una forma permanente de usura. En este proceso está implicado también el hombre, que no oculta por más tiempo su carácter de ser la materia prima más importante. El hombre es la «materia prima más importante» porque permanece como el sujeto de toda usura, y además de tal forma que, de un modo incondicionado, deja que su voluntad se disuelva en este proceso y con ello se convierte en «objeto» del estado de abandono del Ser. Las guerras mundiales constituyen la forma preliminar de la supresión de la diferencia entre guerra y paz, una supresión que es necesaria porque el «mundo» se ha convertido en in-mundo como consecuencia del estado de abandono del ente por una verdad del ser. Porque «mundo», en el sentido de la historia del Ser (cfr. Sein und Zeit), significa la esenciación inobjetual de la verdad del Ser para el hombre, en la medida en que éste está transpropiado al Ser. En la época del poder exclusivo del poder, es decir, del acoso incondicionado del ente para el consumo en la usura, el mundo se ha convertido en in-mundo, en la medida en que el Ser, si bien esencia, lo hace sin su propio prevalecimiento. El ente es real como lo real efectivo. Por todas partes hay acción efectiva y en ninguna parte un hacer mundo del mundo, y sin embargo, aunque olvidado, hay el Ser. Más allá de la guerra y de la paz está la mera errancia de la usura del ente en el autoaseguramiento del ordenar desde este vacío del estado de abandono del Ser. «Guerra» y «paz», cambiadas en su in-esencia, están acogidas en la errancia y, al haberse hecho irreconocibles en vistas a una diferencia, han desaparecido en el mero desarrollo del hacer cada vez más cosas. La pregunta sobre cuándo va a haber paz no se puede contestar, no porque la duración de la guerra sea imprevisible sino porque la misma pregunta pregunta por algo que ya no existe, porque tampoco la guerra es ya nada que pudiera desembocar en una paz. La guerra se ha convertido en una variedad de la usura del ente, que se continúa en la paz. Contar con una larga guerra es sólo la forma anticuada en la que se reconoce lo que de nuevo trae la época de la usura. Esta larga guerra, en su longitud, no va pasando lentamente a una paz del tipo de las paces de antes, sino a un estado en el que lo bélico ya no es experienciado como tal y lo pacífico se ha convertido en algo carente de sentido y de contenido. La errancia no conoce verdad alguna del Ser; en cambio, desarrolla el ordenamiento y la seguridad totalmente equipados de toda planificación de toda zona. En el círculo de las zonas, las distintas regiones del equipamiento humano se convierten necesariamente en «sectores»; incluso el «sector» de la poesía, el «sector» de la cultura no son más que regiones del «dirigismo» del momento, aseguradas de un modo plenificado. Las indignaciones morales de aquellos que aún no saben lo que hay se dirigen a menudo a la arbitrariedad y a las pretensiones de dominio de los «dirigentes», la forma más espantosa del homenaje continuo. El dirigente es el escándalo que no se libra de perseguir el escándalo que él mismo ha provocado, pero sólo de un modo aparente, porque los dirigentes no son los que actúan. Se cree que los dirigentes, en el furor ciego de un egoísmo exclusivo, se han arrogado todos los derechos y se han organizado según su obstinación. En realidad ellos son las consecuencias inevitables del hecho de que el ente haya pasado al modo de la errancia, en la que se expande el vacío que exige un único ordenamiento y un único aseguramiento del ente. Allí está exigida la necesidad del «dirigismo», es decir, del cálculo planificador del aseguramiento de la totalidad del ente. Para ello hay que instalar y equipar este tipo de hombres que sirven al dirigismo. Los «dirigentes» son los principales trabajadores del equipamiento, porque vigilan todos los sectores del aseguramiento de la usura del ente, porque abarcan con la mirada el círculo entero que delimita los sectores, y de este modo dominan la errancia en su calculabilidad. El modo de abarcar con la vista todo este círculo es la capacidad de prever por medio del cálculo, una capacidad que de antemano se ha desatado librándose a las exigencias que plantea la necesidad de estar asegurándose constantemente, y de un modo creciente, los ordenamientos que están al servicio de las siguientes posibilidades del ordenar. La subordinación de todas las posibles aspiraciones en vistas a la totalidad de la planificación y del aseguramiento se llama «instinto». La palabra designa aquí el «intelecto» que va más allá del entendimiento limitado que sólo calcula a partir de lo más próximo; el «intelecto» a cuyo «intelectualismo» no se le escapa nada que, a modo de «factor», tenga que entrar en la cuenta de los cálculos de los distintos «sectores». El instinto es la superación del intelecto que corresponde a la ultrahumanidad, una superación que se dirige al cálculo incondicionado de todo. Como este cálculo es por excelencia lo que domina la voluntad, junto a la voluntad parece no haber nada más que la seguridad de la mera pulsión del cálculo, una pulsión para la cual el calcularlo todo es la primera regla del cálculo. El «instinto» ha sido tenido hasta ahora por la característica distintiva del animal, que, dentro de la zona en la que se desenvuelve la vida, decide lo que para él es útil o perjudicial, que se rige por aquél y que, más allá de él, no persigue nada. La seguridad del instinto animal corresponde a la ciega sujeción a su esfera de utilidad. A los plenos poderes de la ultrahumanidad corresponde la total liberación de la subhumanidad. La pulsión de la animalidad y la ratio de la humanidad devienen idénticos.
El hecho de que a la ultrahumanidad le esté exigido como carácter el instinto quiere decir que a ella -entendida metafísicamente- le pertenece la subhumanidad, pero de tal modo que precisamente lo animal, en cada una de sus formas, está sometido completamente al cálculo y a la planificación (planificación sanitaria, planificación familiar). Como el hombre es la materia prima más importante, se puede contar con que, sobre la base de la investigación química de hoy, algún día se construirán fábricas de producción artificial de material humano. Las investigaciones del químico Kuhn, galardonado este año con el premio Goethe de la ciudad de Frankfurt, abren ya la posibilidad de dirigir de un modo planificado, según las necesidades de cada momento, la producción de seres vivos, machos o hembras. A1 dirigismo literario, en el sector «cultura», corresponde, en buena lógica, el dirigismo de la fecundación. (Que nadie, por una mojigatería anticuada, se refugie en diferencias que ya no existen. Las necesidades de material humano están sometidas a la misma regulación del ordenamiento del equipamiento que lo está la regulación de libros de entretenimiento y de poemas, para cuya producción el poeta no es en modo alguno más importante que el aprendiz de encuadernador que ayuda a encuadernar los poemas para la biblioteca de una empresa, yendo a buscar, por ejemplo, cartón al almacén, la materia prima para fabricar volúmenes.)
La usura de todas las materias, incluida la materia prima «hombre», para producir técnicamente la posibilidad incondicionada de producirlo todo, está determinada en lo oculto por el vacío total en el que está suspendido el ente, las materias de lo real. Este vacío tiene que ser llenado, pero como el vacío del ser, sobre todo cuando no puede ser experienciado como tal, nunca es posible llenarlo con la plenitud del ente, para escapar a él sólo queda organizar el ente de un modo incesante sobre la permanente posibilidad de la ordenación como forma del aseguramiento del actuar. Vista desde esta perspectiva, la técnica, por estar referida sin saberlo al vacío del ser, es la organización de la carencia. Dondequiera que falte. ente -y para la voluntad de voluntad que se afirma cada vez más siempre falta- la técnica tiene que salir al quite recambiando lo que falta y consumiendo materia prima. Pero en realidad el «recambio» y la producción en masa de estas piezas de recambio no son un recurso pasajero sino la única forma posible como la voluntad de voluntad, el aseguramiento total «sin fisuras» del ordenamiento del orden, se mantiene en marcha y de este modo puede ser «ella misma» como «sujeto» de todo. El crecimiento del número de masas humanas se impulsa intencionadamente por medio de planificaciones, para que nunca falte la ocasión de reclamar mayores «espacios vitales» para las grandes masas, espacios que, por su magnitud, exigirán a su vez, para su instalación, masas humanas, que consecuentemente serán mayores. Este movimiento circular de la usura por mor del consumo es el único proceso que distingue la historia de un mundo que se ha convertido en inmundo. «Dirigentes natos» son aquellos que, por la seguridad de su instinto, se dejan enrolar en este proceso como sus órganos de dirección. Son los primeros empleados en el negocio de la usura incondicionada del ente al servicio del aseguramiento del vacío del abandono del Ser. Este negocio de la usura del ente desde el inconsciente rechazo del Ser excluye de antemano las diferencias entre lo nacional y los pueblos como momentos de decisión aún esenciales. Del mismo modo como ha quedado obsoleta la diferencia entre guerra y paz, queda obsoleta también la distinción entre «nacional» e «internacional». El que hoy piensa «de un modo europeo» ya no se expone al reproche de ser un «internacionalista». Pero tampoco es ya un nacionalista, porque no piensa menos en el bienestar de las demás naciones que en el de la suya propia.
La uniformidad de la marcha (le la historia de la época actual tampoco descansa en una igualación a posteriori de viejos sistemas políticos a los nuevos. La uniformidad no es la consecuencia sino el fundamento de la confrontación bélica de cada una de las expectativas de una dirección decisiva en el interior de la usura del ente encaminada al aseguramiento del orden. Esta uniformidad del ente que surge del vacío del abandono del Ser, una uniformidad en la que lo único que importa es la seguridad calculable del ordenamiento del ente, un ordenamiento que somete al ente a la voluntad de voluntad, es lo que, antes que todas las diferencias nacionales, condiciona por todas partes la uniformidad del dirigismo, para el cual todas las formas de Estado no son más que un instrumento de dirección entre otros. Como la realidad consiste en la uniformidad de la cuenta planificable, también el hombre, para estar a la altura de lo real, tiene que entrar en esta uniformidad. Hoy en día, un hombre sin uni-forme da ya la impresión de irrealidad, de cuerpo extraño. El ente, al que sólo se le admite en la voluntad de voluntad, se expande en una indiferencia que sólo es dominada por un proceder y un organizar que está bajo el «principio del rendimiento». Esto parece tener como consecuencia una jerarquización; en realidad tiene como fundamento determinante la ausencia de jerarquía, porque en todas partes la única meta del rendimiento es el vacío uniforme de la usura de todo trabajo, dirigido al aseguramiento del ordenar. Esta in-diferencia que irrumpe de un modo estridente de este principio no coincide en modo alguno con la mera nivelación que sea solamente la demolición de las jerarquías que han estado vigentes hasta ahora. De acuerdo con el predominio del vacío de todo establecimiento de metas, la indiferencia de la usura total surge de una voluntad «positiva» de no admitir jerarquización alguna. Esta in-diferencia da testimonio de las existencias ya aseguradas del in-mundo de la errancia. La tierra aparece como el in-mundo de la errancia. Desde el punto de vista de la historia del Ser es la estrella de la errancia.

vendredi, août 19, 2005

los nuevos filósofos?

curiosos hasta el vicio, investigadores hasta la crueldad, dotados de dedos sin escrúpulos para asir lo inasible, de dientes y estómagos para digerir lo indigerible, dispuestos a todo oficio que exija perspicacia y sentidos agudos, prontos a toda osadía, gracias a una sobreabundancia de «voluntad libre», dotados de pre-almas y post-almas, en cuyas intenciones últimas no le es fácil penetrar a nadie con su mirada, cargados de pre-razones y post-razones que a ningún pie le es lícito recorrer hasta el final, ocultos bajo los mantos de la luz, conquistadores, aunque parezcamos herederos y derrochadores, clasificadores y coleccionadores desde la mañana a la tarde, avaros de nuestra riqueza y de nuestros cajones completamente llenos, parcos en el aprender y olvidar, hábiles en inventar esquemas, orgullosos de tablas de categoría, a veces pedantes, a veces búhos del trabajo, incluso en pleno día; más aún, si es necesario, incluso espantapájaros -y hoy es necesario, a saber, en la medida en que nosotros somos los amigos natos, jurados y celosos de la soledad, de nuestra propia soledad, la más honda, la más de media noche, la más de medio día: ¡esa especie de hombres somos nosotros, nosotros los espíritus libres!, ¿y quizá también vosotros sois algo de eso, vosotros los que estáis viniendo?, ¿vosotros los nuevos filósofos? Nietzsche, Más allá del bien y del mal, 44

lundi, août 15, 2005

Nietzsche, Más allá del bien y del mal, 292

Un filósofo: es un hombre que constantemente vive, ve, oye, sospecha, espera, sueña cosas extraordinarias; alguien al que sus propios pensamientos le golpean como desde fuera, como desde arriba y desde abajo, constituyendo su especie peculiar de acontecimientos y rayos; acaso él mismo sea una tormenta que camina grávida de nuevos rayos; un hombre fatal, rodeado siempre de truenos y gruñidos y aullidos y acontecimientos inquietantes. Un filósofo: ay, un ser que con frecuencia huye de sí mismo, que con frecuencia tiene miedo de sí, — pero que es demasiado curioso para no «volver a sí» una y otra vez...

lundi, août 08, 2005

Présence de Derrida


Présence de Derrida - Par Jürgen Habermas
Derrida n'aura guère eu d'égal que Foucault pour forger l'esprit de toute une génération, et cette génération il l'aura tenue en haleine jusqu'à aujourd'hui. Mais à la différence de Foucault, et bien qu'il ait été également un penseur politique, l'apport de Derrida à ceux qui l'ont suivi aura été de les aider à canaliser leurs impulsions dans les rails d'un exercice, qui n'implique pas d'abord un contenu doctrinal, ni même la création d'un vocabulaire producteur d'un nouveau regard sur le monde. Certes, il y a tout cela aussi, mais l'exercice proposé par Derrida est d'abord une fin pour lui-même : s'immerger dans la lecture micrologique des textes et y mettre à jour les traces qui ont résisté au temps. Comme la dialectique négative d'Adorno, la déconstruction de Derrida est aussi et avant tout une pratique.
Nombreux étaient ceux qui avaient connaissance de cette maladie contre laquelle Jacques Derrida mena un combat souverain. La mort n'est donc pas venue tout à fait par surprise. Elle nous touche cependant comme un événement soudain, précipité, qui nous tire brutalement de ce que la banalité usuelle du quotidien a de rassurant. Certes, le penseur survivra dans ses textes, lui qui a dépensé toute son énergie intellectuelle dans la lecture incessante des grands textes et qui a célébré le primat de l'écrit transmissible sur la présence de la parole. Mais nous savons désormais que ce qui nous manquera, c'est la voix de Derrida, la présence de Derrida.
Le lecteur de Jacques Derrida rencontre un auteur lisant les textes à contre-fil jusqu'à ce qu'ils livrent un sens subversif. Sous son regard inflexible, tout contexte se délite en fragments ; le sol que l'on supposait stable devient mouvant, celui que l'on supposait plein dévoile son double fond. Les hiérarchies, les agencements et les oppositions habituels nous livrent un sens à rebours de celui qui nous est familier. Le monde dans lequel nous croyions être chez nous devient inhabitable. Nous ne sommes pas de ce monde : nous y sommes des étrangers parmi les étrangers. Et, finalement, un message religieux qui n'est plus guère chiffré.
Il est rare que des textes paraissent dévoiler aux lecteurs anonymes le visage de leurs auteurs d'une manière aussi nette. Pourtant, Derrida appartenait en réalité aux auteurs qui prennent au dépourvu leurs lecteurs lorsqu'ils les rencontrent personnellement. Il n'était pas celui que l'on attendait. C'était une personne d'une amabilité peu commune, élégante, certainement vulnérable et sensible, mais sachant être à l'aise et qui, lorsqu'il accordait sa confiance, s'ouvrait avec sympathie ; c'était une personne amicale, disposée à l'amitié. J'ai précisément eu cette joie, lorsque nous nous sommes revus il y a six ans, ici, dans les environs de Chicago, à Evanston d'où je lui envoie cet ultime hommage, qu'il m'accorde sa confiance.
Derrida n'a jamais rencontré Adorno. Mais lorsqu'il reçut le prix Adorno de la ville de Francfort, il prononça à la Paulskirche un discours de réception qui, du geste de la pensée jusque dans les replis secrets des thèmes oniriques propres au romantisme, ne pouvait pas avoir plus d'affinités avec l'esprit même d'Adorno. Les racines juives sont sans doute l'élément par lequel leurs pensées s'assemblent. Scholem est resté un défi pour Adorno, Lévinas est devenu un maître pour Derrida. L'oeuvre de Derrida peut, à cet égard, avoir en Allemagne également une vertu éclairante ; s'il s'appropria en effet les thèmes du dernier Heidegger, du moins le fit-il sans sombrer dans le néopaganisme et sans trahir les sources mosaïques.

Libération - 13.10.04

Reste, viens - Par Jean-Luc Nancy


Reste, viens - Par Jean-Luc Nancy
Qu'il est difficile d'écrire alors que le silence s'impose. Et pourtant il le faut, il faut sans attendre adresser le salut. Jacques, il m'est impossible d'écrire aujourd'hui autrement qu'en m'adressant à toi. Déjà, revenant de Paris après t'avoir vu, je pensais que je t'écrirais chaque jour un mot, pour passer les limites et la fatigue, pour toi, du téléphone. Et voici que c'est la seule lettre possible. Mais je suis incapable de ne pas faire comme si, malgré tout, je pouvais t'écrire. Il ne m'est pas possible de me tourner vers un "public". Il faut parler de toi, mais en parlant à toi. Comme si...

Tu as aimé ce "comme si" venu de Kant et que tu voulais reprendre non pas comme un procédé d'illusionniste mais comme une affirmation sans réserve de la présence de l'impossible et de l'inconditionné. Comme s'il était là - l'absolu -, et de fait il y est. Ainsi tu es là, toi, tu es inconditionnellement et absolument celui que tu es - éternellement. Et cela n'a rien à voir avec une résurrection religieuse (nous en parlions, tu plaisantais : "Finalement, j'aimerais mieux une vraie résurrection classique !"). Mais cela a tout à voir, d'une part avec cette présence aujourd'hui, la tienne, pas encore déposée sur la rive de la mémoire, encore un instant dans le fleuve, suspendue - et d'autre part avec le caractère absolu, exclusif, ineffaçable de chacun, de chaque existence.
Tu as écrit que la mort de chacun est "chaque fois unique la fin du monde". C'est-à-dire que le monde est chaque fois tout entier présent en chacun, comme chacun. Toujours chaque fois surgissant et s'abîmant, soustrait à la permanence et à l'identité, remis à l'éclipse et à l'altérité. Tu n'es plus toi-même, tu n'es même plus "toi" - c'est à ce "même plus" que je m'adresse - et ainsi tu es, tu nous es donné aussi bien que tu es abandonné de tous.
Mais tous s'occupent de l'autre toi, de ton ombre célèbre. On répète partout que tu es le philosophe de la "déconstruction". Mais cette trop fameuse et presque toujours mécomprise "déconstruction", à quoi revient-elle, sinon à ceci : s'approcher de ce qui reste lorsque sont démontés les systèmes de signification (les mépaphysiques, les humanismes, les visions du monde). Ce démontage, tu ne l'as pas inventé, tu as toi-même rappelé qu'il est congénital à la philosophie : elle bâtit et démonte des constructions de sens. Ce qui reste, c'est ce qui ne se laisse pas assigner ni arraisonner sous un sens donné. C'est la vérité de l'unique, de chacun en tant qu'autre qui ne revient jamais au même, qui ne se laisse pas identifier, qui s'écarte et qui s'en va. Comme tu viens de le faire. Comme toute ta vie tu as voulu farouchement, ombrageusement le faire.
Tu voulais démonter non pour ruiner mais pour desserrer, pour désassembler et ainsi délivrer ce reste : un excès infini de l'existence finie, l'absolu du singulier (qui n'a rien de solipsiste).
Voilà ce qui reste de toi, ce qui reste toi. Tu es arrivé avec cela il y a quarante ans. D'un coup, tu désignais ce reste et cet excédent. Recueillant de Heidegger l'"être hors de soi" et de Husserl et Merleau-Ponty la force du signe au-delà du sens, l'"écriture". Dès 1963, tu disais : "Le sens n'est ni avant ni après l'acte", et c'est la force, la fougue et la violence même de cet acte toujours recommencé que tu voulais faire tienne. Ce qui alors nous a saisis, nombreux, c'était ce désir impatient, superbe, irrité, excessif qui te faisait brûler la pensée comme la vie par toutes les extrémités. C'était cette générosité tout à la fois débordante et inquiète qui se manifestait par les lectures autant que par les amitiés, qui te portait sur tous les fronts et te repliait aussi bien dans le secret, qui te faisait tant parler et autant te taire.
Tu avais compris que le besoin de l'époque est de nouveau, comme pour Hegel, dans le souci de ce qui reste lorsque "une forme de la vie achève de vieillir": il reste "la vie" soustraite à ses formes, il reste un dépouillement, un vide par lequel on passe à une autre forme. Pas à un "futur" déjà représenté, mais à un "à venir" dont l'essence est de venir, non d'être représentable et calculable. Cet incalculable, ce défi au calcul et à la maîtrise, ce défi - au fond - à toi-même et à ta propre puissance aura été ton ressort le plus vif. Tu as désiré être altéré - emporté, enlevé, aliéné - non à distance de ton être propre, mais en lui au plus propre de lui : comble d'appropriation et de dissémination conjointes. Ta puissance ne vient pas d'ailleurs : de cette prodigieuse volonté de saisir ensemble l'insensé et la vérité, le reste et l'à-venir, dans un acte de sens toujours unique et toujours renouvelé. Une folie, oui, Jacques, on peut le dire et tu ne refuses pas qu'on le dise. Une belle folie, comme l'a toujours été depuis Platon le "beau risque" de la philosophie. La folie de la raison, rien de plus, rien de moins. De la raison qui exige l'inconditionné : chacun comme s'il était le monde et parce qu'il est le monde. Je ne peux que te dire : reste, viens.

samedi, août 06, 2005

Messie

« Si le Messie est aux portes de Rome parmi les mendiants et les lépreux, on peut croire que son incognito le protège ou empêche sa venue, mais précisément il est reconnu ; quelqu'un, pressé par la hantise de l'interrogation, lui demande : " Quand viendras- tu ?" Le fait d'être là n'est donc pas la venue. Auprès du Messie qui est là, doit toujours retentir l'appel : " Viens, Viens. " Sa présence n'est pas une garantie. Future ou passée (il est dit, au moins une fois, que le Messie est déjà venu), sa venue ne correspond pas à une présence [...]. Et s'il arrive qu'à la question : " Pour quand ta venue ? " le Messie réponde : " Pour aujourd'hui ", la réponse certes est impressionnante: c'est donc aujourd'hui. C'est maintenant et toujours maintenant. Il n'y a pas à attendre, bien que ce soit comme une obligation d'attendre. Et quand est-ce maintenant? un maintenant qui n'appartient pas au temps ordinaire [...] ne le maintient pas, le déstabilise... », L'Écriture du désastre, Blanchot, Gallimard, 1980, p. 214-215.